lunes, 11 de junio de 2012

Anatole France - La isla de los pingüinos (Extracto)





Un extracto de un librazo que me conseguí hace ya rato, vía los libros viejos del D.F. Es de "La isla de los pingüinos", de Anatole France. No conocía el título pero ya sabía del autor desde que me había enamorado con "La rebelión de los Ángeles", así que me lo llevé y lo leí en los pulques.

La historia va de la evolución en la cultura de unos pingüinos que se convierten en hombres tras haber sido bautizados en nombre de Cristo por un santo cegatón que los creyó humanos. Publicado en 1908, es una muy buena sátira del desarrollo de las sociedades.
 

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La isla de los pingüinos (1908)
Anatole France 
-Extracto: Viaje del doctor Obnubile-
Después de una sucesión de vicisitudes inauditas, cuyo recuerdo fue borrado en gran parte por la injuria del tiempo y por el desdichado estilo de los historiadores, los pingüinos acordaron gobernarse por sí solos. Eligieron una Dieta o Asamblea y la invistieron con el privilegio de nombrar al jefe del Estado. Escogido entre los vulgares, no coronaba su frente con la formidable cresta del monstruo ni ejercía sobre el pueblo autoridad absoluta, y se hallaba sometido como todos los ciudadanos, a las leyes de la nación. No recibía el título de rey, no adornaba su nombre con un número ordinal, y se llamaba Paturlo, Janvión, Trufaldin, Conquenpot o Farfullero a secas. Estos magistrados no sostenían guerras, acaso por no tener uniforme militar. El nuevo Estado recibió el nombre de Cosa Pública o República. Sus adeptos eran llamados republicanistas o republicanos.
Pero la democracia pingüina no gobernaba por sí sola: obedecía a una oligarquía bancaria que imponía la opinión a los periódicos, manejaba a  los diputados, a los ministros y al presidente: disponía en absoluto del tesoro de la República y guiaba la política exterior del país.
Los imperios y los reinos armaban ejércitos y escuadras enormes. Obligada, para su seguridad, a imitarlos, la Pingüinia sucumbía bajo el peso de su organismo belicoso, y todo el mundo deploraba, o fingía deplorar, obligación tan dura. Sin embargo, los ricos y los negociantes la aceptaban por patrimonio y porque veían en el soldado y el marino al defensor de sus haciendas, los poderosos industriales favorecían la fabricación de cañones y de navíos con entusiasmo nacional y para obtener contratas. De los ciudadanos pertenecientes a la clase media y a las profesiones liberales, unos se resignaban sin disgusto porque suponían inevitable y definitivo aquello, y otros aguardaban impacientes el fin y pensaban imponer a las potencias el desarme simultáneo.
El ilustre profesor Obnubile era de los últimos.
-La guerra -decía- es un signo de barbarie que el progreso de la civilización hará desaparecer. Las fuertes democracias son pacíficas, y su espíritu se impondrá a los autócratas.
El profesor Obnubile, recluido en su laboratorio, donde pasó sesenta años de vida solitaria y estudiosa, se resolvió a observar pacíficamente el alma de los pueblos, y para empezar su análisis por la mayor de las democracias, se embarcó con rumbo a la Nueva Atlántida.
Después de quince días de navegación su barco entró de noche en el puerto de Titamport, donde anclaban millares de navíos. Un puente de hierro tendido a bastante altura sobre las aguas, resplandeciente con infinitas luces, unía dos muelles tan distantes uno de otro que el profesor Obnubile se creyó transportado a los mares de Saturno, y no dudó que aquel puente era el anillo maravilloso que ciñe al planeta del Viejo. Sobre tan inmenso transbordador circulaban más de la cuarta parte de las riquezas del mundo. Y en tierra, el sabio pingüino se instaló en un hotel de cuarenta y ocho pisos, donde servían autómatas, luego tomó el tren que conduce a Gigantópolis, capital de la Nueva Atlántida. Había en aquel tren restaurants, salas de juego, circos atléticos, una oficina de informes comerciales y de cotizaciones mercantiles, una capilla evangélica y la imprenta de un diario que no pudo leer el doctor porque desconocía el idioma de los nuevos atlantes. El tren atravesaba, en las orillas de anchurosos ríos, ciudades manufactureras que oscurecían el cielo con el humo de sus hornos, ciudades negras a la luz del sol, ciudades rojizas en la oscuridad nocturna, siempre clamorosas de día y denoche.
-"Este -reflexionaba el doctor- es un pueblo entregado a la industria y al negocio, por lo cual no se preocupa de la guerra. Estoy seguro de que rige a los nuevos atlantes una política de paz, pues todos los economistas admiten ya como un axioma que la paz exterior y la paz interior son indicios pensables para el progreso del comercio y la industria.”
Mientras recorría Gigantópolis confirmaba esta opinión. Las gentes iban por las calles con tal prisa que derribaban cuanto se oponía a su paso. Obnubile, después de rodar varias veces por el suelo, aprendió a ir con ímpetu, y cuando llevaba ya una hora de carrera, al tropezar con un atlante lo volteó.
En una inmensa plaza pudo admirar el pórtico de un palacio de clásico estilo, cuyas columnas corintias elevaban a sesenta metros sobre el pedestal sus capiteles de acanto arborescente.
Tuvo que detenerse y levantar mucho la cabeza para contemplarlo. Entonces un personaje de aspecto humilde se le acercó y le dijo en idioma pingüino:
-Reconozco en vuestro traje a un ciudadano de Pingüinia. Domino vuestro idioma y soy intérprete jurado. Este palacio es el del Parlamento. Ahora deliberan los diputados. ¿Quiere usted asistir a la sesión?
Acomodado en una tribuna, el doctor miró curiosamente a la muchedumbre de legisladores que se recostaban en butacas de junco y apoyaban los pies en el pupitre.
El presidente se levantó para murmurar, más que pronunciar, entre la indiferencia de todos, las siguientes fórmulas, traducidas por el intérprete al doctor.
-¿Hay oposición?
-La proposición queda aceptada.
"Terminada a satisfacción de los Estados la guerra que sosteníamos para obtener la franquicia de los mercados en la Tercera Zelandia, propongo que se remitan las cuentas de gastos a la Comisión..."
-¿Hay oposición?
-La proposición queda aceptada.
-¿Lo habré oído bien? -preguntó el profesor Obnubile-. ¿Será cierto? Ustedes, un pueblo industrial, ¿sostienen tantas guerras?
-Naturalmente -le respondió el intérprete- Son guerras industriales. Los pueblos que no tienen comercio ni industria no están obligados a sostener guerras, pero un pueblo de negocios exige una política de conquistas. El número de nuestras guerras aumenta de día en día con la producción. En cuanto alguna industria no sabe dónde colocar sus productos, una guerra le abre nuevos mercados. Este año sostuvimos la guerra carbonífera, la guerra del cobre y la guerra del algodón. En la Tercera Zelandia matamos a los dos tercios de sus pobladores, para obligar a los restantes a que nos comprasen paraguas y calcetines.
Un hombre gordo y robusto que se hallaba en el centro de la Asamblea subió a la tribuna.

-Reclamo -dijo- una guerra contra el Gobierno de la República de la Esmeralda, que disputa insolentemente a nuestros cerdos la hegemonía de los jamones y los embutidos sobre todos los mercados del mundo.
-¿Quién es ese legislador? -preguntó el sabio Obnubile.
-Un tratante en cerdos.
-¿No hay oposición? -dijo el presidente-. Pongo la proposición a votación.
La guerra contra la República de la Esmeralda fue votada por una gran mayoría.
-¡Cómo! -dijo el doctor Obnubile a su intérprete-¿Aquí votan una guerra con tanta rapidez y con tanta indiferencia?
-¡Oh! Es una guerra sin importancia, que sólo costará ocho millones de dólares.
-¿Y cuántos hombres?
-Entre todo, gastos y bajas, ocho millones de dólares.
Entonces el doctor Obnubile sumió su cabeza entre las manos y meditó:
"Puesto que la riqueza y la civilización producen tantos motivos de guerra como la pobreza y la barbarie, y puesto que la locura y la maldad de los hombres son incorregibles: se puede realizar una acción meritoria. Un hombre prudente amontonará bastante dinamita para hacer estallar el planeta, y cuando se desparramen sus fragmentos por el espacio se habrá conseguido en el universo una mejora imperceptible, se habrá dado una satisfacción a la conciencia universal, que indudablemente no existe.”

Video: Jefferson Airplane - Volunteers (Woodstock 1969)

lunes, 4 de junio de 2012

Doggy Style

Imagen: William Blake - Cerbero


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DOGGY STYLE
Hay perros bufones que se ríen de sus amos,
que cuando ya mueren, se desentierran sus huesos
y con sus dientes fantasmas les hacen trizas las piernas, 
les despedazan los muebles y les orinan sus camas,

hay perros bufones que se persiguen la cola,
que se rien de sus amos, que cuando ya mueren
les muerden la mano y los arrastran con ellos al infierno.


domingo, 3 de junio de 2012

Ricardo Flores Magón - Las inquietudes del hierro (1915)


El hierro se estremeció en el seno de la montaña al sentir pisadas en la cumbre.
- Es el hombre que anda en busca de mí -dijo-. Y sus moléculas vibraron intensamente en una sensación mezclada de angustia y de placer.
Las pisadas resonaban enérgicas, como si fueran las de un hombre audaz que se enfrenta a la naturaleza para rescatar de ella lo que el ser humano necesita.
- ¿Para qué me querrá? -se preguntó con inquietud el benemérito metal. Y la montaña entera, cuya armazón componía él, tuvo un sacudimiento.- Me estremezco a la sola idea de tener que ser convertido en auxiliar de la injusticia, yo que, por mi misma naturaleza, debiera ser únicamente propulsor del progreso y la libertad, añadió.
Hubo una pausa, en la que se escuchó, con toda claridad, el sonido de un pico golpeando el dorso de la montaña.
- Sí, es el hombre que me busca para hacer de mí, tal vez, la cadena que ha de arrastrar. Es el hombre que se afana por encontrarme para convertirme en reja de calabozo o en cerrojo de presidio.
Y sus moléculas vibraron de indignación y de cólera.
Los golpes continuaban y el eco repetía los sonidos, que parecían el lamento de un gigante agredido por la espalda.
- Es el hombre que me busca, quizá, para hacer de mí la metralla, con la cual el tirano le ahogará la protesta en la garganta, o la guillotina que ha de arrancarle la cabeza cuando dé un paso fuera del estrecho sendero de la Ley escrita por sus verdugos.
El pico hería, hería, hería, y la montaña gemía como un monstruo impotente bajo los puños de un titán.
- ¡Ah, cuánto sufro! ¡Oh, qué cruel incertidumbre! Yo no quiero ser cadena, ni cerrojo, ni reja. Quiero ser metralla, pero en manos del pueblo, para barrer a los tiranos. Quiero ser guillotina, pero en manos del rebelde, para arrancar la cabeza del opresor. ¿Qué iré a ser? Puedo ser acicate; pero también puedo verme convertido en freno. Impulso y contengo, según el uso que se me quiera dar; doy la vida y doy la muerte; soy arado y soy espada. Hoja afilada, esclavizo en manos del esbirro, liberto en manos de Caserio. ¡Ah, se me usa para el bien y para el mal!
Gatillo de arma de fuego, se me hace disparar el maldito proyectil que arranca la vida de Ferrer, como la bala bendita que liberta al mundo de la tiranía de Canalejas. En manos de Maura soy esclavo de las tinieblas; en manos de Pardiñas sirvo a la justicia. Un mismo fulgor mío es de vida y es de muerte: brillo con promesas de vida en el revólver de Angiolillo; brillo con livideces de muerte en la estrella del polizonte. ¿Qué iré a ser? ¿Qué iré a ser?
El pico hería, hería, hería, haciendo gemir a la montaña en medio de la naturaleza, indiferente a las angustias del hierro.
(Ricardo Flores Magón, Periódico Regeneración, número 217, 18 de diciembre de 1915)


 Video: José de Molina - Soldadito de plomo