lunes, 4 de abril de 2011

Georges Bataille - La orgía ritual

Bueno, les dejo otra recomendación; es un extracto de "El Erotismo", de Georges Bataille, de los libros más viajados que he leído y de gran impacto filosófico-antropológico-poético.

Para Bataille, el erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte, el éxtasis transgresor con el que los seres humanos discontínuos nos desbordamos en lo excepcional, en la orgía, en lo
sagrado.


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La Orgía Ritual

Georges Bataille

De "El Erotismo, Capítulo X:
La transgresión en el matrimonio
y en la orgía"


Imagen: De "Salò", Película de Pier Paolo Pasolini

De todas maneras, el marco regular del matrimonio sólo confería una salida estrecha y limitada a la violencia refrenada.

Más allá del matrimonio, las fiestas garantizaron la posibilidad de la infracción, con lo cual garantizaban a la vez la posibilidad de la vida normal, dedicada a actividades ordenadas.

Hasta la «fiesta de la muerte del rey*» de la que hablé, y a pesar de su carácter poco formal y prolongado, preveía en el tiempo el límite de un desorden que al comienzo parecía ilimitado. Una vez que el cadáver del rey quedaba reducido a un esqueleto, dejaban de imponerse el desorden y el desenfreno, y volvía a empezar el juego de las prohibiciones.

Las orgías rituales, generalmente vinculadas con fiestas menos desordenadas, sólo preveían una interrupción furtiva de la prohibición que afectaba a la libertad del impulso sexual. A veces la licencia se limitaba a los miembros de una cofradía, como en las fiestas de Dionisos; pero, más allá del erotismo, podía tener un sentido más específicamente religioso. Los hechos los conocemos de forma muy vaga, pero siempre podemos imaginar cómo la vulgaridad y la pesadez acababan venciendo al frenesí. Pero sería vano negar la posibilidad de una superación en la cual contemporizarían la ebriedad que suele ir ligada a la orgía, el éxtasis erótico y el éxtasis religioso.

En la orgía, los impulsos festivos adquieren esa fuerza desbordante que lleva en general a la negación de cualquier límite. La fiesta es por sí misma una negación de los límites de una vida ordenada por el trabajo; pero, a la vez, la orgía es signo de una perfecta inversión del orden. No era por azar que en las orgías de las saturnales se invertía el orden social mismo, con el amo sirviendo al esclavo y éste acostado en el lecho de aquél. El sentido más agudo de esos desbordamientos provenía del acuerdo arcaico entre la voluptuosidad sensual y el arrebato religioso. En esta dirección la orgía, fuese cual fuese el desorden introducido por ella, organizó el erotismo más allá de la sexualidad animal.

En el erotismo rudimentario del matrimonio no aparecía nada semejante. Seguía tratándose de transgresión, fuese o no fuese violenta; pero la transgresión del matrimonio no tenía consecuencias, era independiente de otros desarrollos, posibles sin duda, pero no gobernados por la costumbre, y hasta desfavorecidos por ella. En rigor, la francachela es, en nuestros días, un aspecto popular del matrimonio, pero la francachela posee el sentido de un erotismo inhibido, convertido en descargas furtivas, en disimulos chistosos, en alusiones. El frenesí sexual, que, al contrario, afirma un carácter sagrado, es lo propio de la orgía. De la orgía procede un aspecto arcaico del erotismo. El erotismo orgiástico es esencialmente un exceso peligroso. Su contagio explosivo amenaza todas las posibilidades de la vida sin distinción. El rito primero quería que las ménades, en un ataque de ferocidad, devorasen vivos a sus hijos de corta edad. Más tarde, la sangrienta omofagia de los chivos previamente amamantados por las ménades recordaba aquella abominación.

La orgía no se orienta hacia la religión fasta, que extrae de la violencia fundamental un carácter majestuoso, tranquilo y conciliable con el orden profano. La eficacia de la orgía se muestra del lado de lo nefasto, lleva consigo el frenesí, el vértigo y la pérdida de la conciencia. Se trata de comprometer a la totalidad del ser en un deslizamiento ciego hacia la pérdida, momento decisivo de la religiosidad. Ese desplazamiento se da en el acuerdo que la humanidad estableció en segundo lugar con la proliferación desmedida de la vida. El rechazo implícito en las prohibiciones conducía al avaro aislamiento del ser, opuesto a ese inmenso desorden de los individuos perdidos el uno en el otro, y que su violencia misma abría a la violencia de la muerte. En un sentido opuesto, el reflujo de las prohibiciones, que da rienda suelta a la avalancha de la exuberancia, accedía a la fusión ilimitada de los seres en la orgía. De ninguna manera podía limitarse esa fusión a la estrictamente requerida por la plétora de los órganos de la generación. Era, desde el primer momento, una efusión religiosa; en principio, desorden del ser que se pierde y que nada opone ya a la proliferación desatada de la vida. Ese desencadenamiento inmenso pareció divino, de tanto como elevaba al hombre por encima de la condición a la que él mismo se había condenado. Desorden, griterío, violencia de los gestos y de las danzas, apareamientos sin concierto; en definitiva, desorden de los sentimientos, animados por una convulsión desmedida. Las perspectivas de la pérdida exigían esa fuga hacia lo indistinto, donde los elementos estables de la actividad humana se hacían esquivos, donde ya no había nada que no perdiese pie.
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(*)
Roger Caillois ha referido la imagen que sigue, referente al comportamiento de ciertos pueblos de Oceanía:
«(...) En las islas Sandwich, la multitud, al enterarse de la muerte del rey, comete todos los actos considerados criminales en los tiempos ordinarios: incendia, pilla y mata, y de las mujeres se considera que han de prostituirse públicamente (...) En las islas Fidji, los hechos son aún más claros: la muerte del jefe da la señal para que comience el pillaje. Entonces, las tribus sujetas invaden la capital y cometen toda clase de actos de bandidaje y depredación. No obstante, estas transgresiones no dejan de constituir sagrilegios. Atentan contra las reglas que el día anterior eran vigentes y que al día siguiente volverán a ser las más santas e inviolables.»
(L'Homme et le sacre, 2.a ed., Gallimard, París, 1950, cap. IV, «Le sacre de la transgression: théorie de la féte», págs. 125-168.)



Imagen: Auguste Levêque - Bacanal

Georges Bataille


4 comentarios:

  1. oyeeeeeeee¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
    gracias :D¡¡¡¡¡¡¡

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  2. Muy interesante el fragmento...
    Mañana en mi clase de filosofía de la religión le plantearé esto a mi profesor, a ver que me dice.
    Personalmente, no sé si hacerle mucho caso a Bataille, ¿será que la experiencia de lo sagrado se pueda experimentar en el transgresión sexual?; sería cuestión de experimentarlo, solamente así se podría comprobar, ¿no crees?
    Aunque, si consideramos la experiencia sagrada como la experiencia de lo otro, es decir, de lo que es ajeno nosotros: la experiencia de lo infinito, dado que nuestra condición es el ser finito. Podría ser en este sentido que, en la orgía, en la disolución de cuerpos se presente este sentimiento religioso, un sentimiento de pérdida de la finitud.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Así es, de hecho, en los primeros capítulos de El Erotismo, Bataille habla de que somos seres discontinuos, es decir, finitos, y en todo caso también con ansias de continuidad (o al menos como un ser que idealiza la noción de continuidad), la "experiencia mística" tendría que ver con una experiencia fuera de lo ordinario, fuera de los límites con los que normalmente ordenamos el mundo, como los tiempos de éxtasis como la fiesta, la ebriedad o el erotismo. Es este éxtasis que provocan, creo yo, lo que los hace "sagrados" y lo que los hace ser "experiencias místicas".
    Saludos

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