lunes, 17 de enero de 2011

Los Cantos de Maldoror

imagen: Detalle de un cuadro de Hans Memling

A veces hay que releer los clásicos; y hoy estaba con Los Cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont, librazo de 1869, cargado de bombazos de imagenes como este:

Comenzaba a parecerme que el universo, con su bóveda sembrada de globos impasibles e irritantes, no era quizás lo que yo había soñado de más grandioso. Así es que un día, fatigado de marcar el paso en el sendero abrupto del viaje terrestre, y de andar tambaleándome como un ebrio a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé lentamente mis ojos, que cercaban sendos círculos azulinos, hacia la concavidad del firmamento, y me atreví a escudriñar, yo, tan joven, los misterios del cielo. No habiendo encontrado lo que buscaba, levanté mis párpados azorados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, desde el cual ejercía el poder con orgullo idiota, el cuerpo envuelto en un sudario hecho con sábanas sucias de hospital, aquel que se denomina a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto y lo llevaba alternativamente de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, puede adivinarse qué hacía. Sumergía sus pies en una vasta charca de sangre en ebullición, en cuya superficie aparecían bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas, medrosas que se volvían a hundir con la velocidad de una flecha, un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la consabida recompensa por la infracción del reglamento, provocada por la necesidad de respirar otro ambiente, ya que, después de todo, esos hombres no eran peces. ¡Todo lo más, anfibios que nadan entre dos aguas en ese líquido inmundo! Hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el creador, con las dos primeras garras del pié tomó a otro de los zambullidos por el cuello como con unas tenazas, y lo levantó en el aire, sacándolo del fango rojizo, ¡salsa exquisita! Con éste hizo lo mismo que con el otro. Le devoró primero la cabeza, las piernas y los brazos y, en último término, el tronco, hasta que al no quedar nada, roía los huesos. Y así sucesivamente, en todas las horas de su eternidad. A veces exclamaba: “Os he creado, por lo tanto tengo derecho de hacer con vosotros los que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir para mi propio placer.” Y proseguía con su cruel manjar, moviendo la mandíbula inferior, la que a su vez movía la barba salpicada de sesos. Oh lector, ¿ante este último detalle no se te hace agua la boca? No cualquiera come un seso semejante, tan sabroso, tan fresco y que acaba de ser pescado no hace un cuarto de hora en el lago de los peces.


1 comentario:

  1. Anónimo17.1.11

    Claramente hay que remarcar con deferencia, compañero.

    Atte. S.A.I. aLECTO sUM!!!

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