lunes, 21 de marzo de 2011

Giovanni Papini - La colección de gigantes


(Imagen: Michael Hutter)

Les dejo uno de mis cuentos preferidos del Gog, de Papini; dense el tiempo de leerlo entero. Saludos y buentrip.


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GIOVANNI PAPINI - GOG

LA COLECCIÓN DE GIGANTES

Nueva Orleáns, 15 octubre


No me gustan las colecciones que todos hacen. Los big businessmen, que van a adquirir en Europa las dudosas pinturas de Botticelli y de Van der Meer, y los colores y los marfiles de una aristocracia en liquidación, me dan asco.

A civilización nueva, colecciones nuevas. La primera que he deseado hacer, desde que he tenido medios, ha sido una colección de gigantes. Siendo muy joven vi en San Francisco un gigante negro que se exhibía en los bares con un papagayo verde, vivo, sobre la crespa peluca. No decía palabra, pero sus ojos hablaban por él. Nadie le daba nada: mi cent le hizo sonreír un momento como un muchacho sediento que ve una naranja. Desde aquel día sentí siempre una gran simpatía hacia los gigantes.

Pero me ha sido necesario casi un año para reunir mi colección. Mis agentes dispersados por las varias partes del mundo, los directores de los circos y de los teatros, no han sido capaces de proporcionarme más que diecisiete; dieciséis machos y una hembra.

En una pradera de la Luisiana, en la orilla del Red River, no lejos de Col fax, había hecho preparar una aldea para ellos, fabricada a propósito con casas de madera altas como torres: una casa para cada uno.

Una barraca más grande, para simplificar la vida estaba destinada a cocina y refectorio; dos gigantes, por turno, debían encargarse de los servicios de boca. Una mañana sí y otra no, un camión traía de Colfax los víveres para la colonia. La pradera tenía una extensión de cien acres y se hallaba cerrada con vallado de espino para alejar a los curiosos Los gigantes estaban allí para mí solo, no para hacerlos ver a los muchachos y a los vagabundos.

Los trataba bien. No sólo eran alimentados, alojados y vestidos, sino que recibían todos los meses, cada uno, trescientos cincuenta dólares. La aldea venía a costarme, sumando todo, 73.000 dólares al año. Pero nadie, en el mundo, podía alabarse de poseer semejante colección.

Pero al terminar las primeras semanas comenzaron las dificultades. Mis gigantes eran de razas diversas y no se entendían entre sí. Tres o cuatro únicamente hablaban inglés. Había dos noruegos, tres rusos, un negro, cuatro alemanes, un italiano, un chino, un sikh de la India, tres australianos, un canadiense. La mujer era una india del Norte, el único ejemplar encontrado en los Estados Unidos, esta fue, aunque fea, una de las principales causas del desastre de mi colección: todos la cortejaban y cada uno se hallaba celoso de los otros quince cortejadores, a pesar de que la brava Jiquilpan fuese enemiga, por sistema, del matrimonio.

Pero el gran peligro era el aburrimiento. Estos colosos arrancados de sus países, de la familia, de la vida vagabunda y que no conseguían hablar entre si -bien porque no se entendiesen o porque se detestaban-, no sabían cómo pasar los días.

Cuando iba a la aldea los encontraba separados, inmóviles, silenciosos. La mayoría se hallaban tendidos sobre la hierba, a la sombra de algún árbol, estirados, envueltos en harapos, roncando o bostezando. Otros se hallaban metidos en casa, adormecido, o masticando; alguno jugaba a las cartas o se hallaba sentado a la puerta, meditabundo, con los brazos colgando hasta tocar el suelo. Un tufo de fastidio y de spleen pesaba sobre aquel campamento de fuerzas desperdiciadas. A veces los rusos cantaban, en voz baja, las melopeas melancólicas de su país; los alemanes mataban el tiempo en un huerto improvisado; la mujer, con su nariz ganchosa, se hallaba inclinada remendando sus inmensas camisas.

Todos aquellos miembros gigantescos en ocio, aquellas grandes bocas mudas, aquellos brazos infinitos desocupados, aquellos vastos cuerpos sin movimiento y sin un objeto, daban la impresión de agria tristeza y casi de un confuso espanto.

Los gigantes no son, generalmente, inteligentes y mucho menos intelectuales. No he visto jamás uno que leyese: sus ojos eran despiertos, opacos, brumosos de nostalgia y de melancolía. Ninguno reía, exceptuando el negro cuando la campana llamaba a la comida.

Por la noche, aquellas largas sombras que se bamboleaban inciertamente en el prado, cansadas de no haber hecho nada, causaban repulsión. Parecía que se trataba de una colonia de idiotas o de monstruos.

Conmigo hablaban de mala gana y únicamente si les interrogaba. Un día encontré en la ribera del Red River a uno de mis pensionistas el menos embrutecido de todos, el italiano. Se halla sentado sobre la arcilla y contemplaba en torno suyo la vida de los pequeños animales del campo; las mariposas moteadas de negro que se columpiaban sobre las flores, una lagartija agarrada al suelo con la cabecita alta, una araña color de tabaco que chupaba lentamente una mosca, un grillo de color de arena que saltaba entre los hilos de hierba. Le pregunté si estaba contento de hallarse allí.


-Me consuelo como puedo -me respondió-. Usted es muy amable, señor Gog, pero ha conseguido inventar una bella tortura...


-¿Sufre? ¿Por qué? ¿Le falta algo, tal vez?


-Me falta la única cosa que puede consolarnos de la desgracia de ser gigantes: la compañía, la vista, la admiración de los hombres más pequeños que nosotros. Piense que casi todos íbamos a través del mundo, quién de teatro en teatro, quién de los circos a los barracones, en medio de la curiosidad de los hombres de baja o de mediana estatura. Cada uno de nosotros era el centro de mil miradas, era una excepción, era alguien. El ponernos usted todos juntos, todos gigantes, ha sido ciertamente una idea original, pero, para nosotros, una desgracia. El gigante, como cualquier otro hombre, tiene necesidad, para vivir, de ser admirado por alguien, de ser superior a alguien. Aquí todos somos iguales, todos de más de dos metros, y no podemos ciertamente admirarnos el uno al otro. De este modo sentimos repulsión hacia nuestros compañeros e incluso odio.

Tenemos necesidad de inferiores, de espectadores. de curiosos, de extranjeros; del muchacho que nos mira estupefacto, del enano que hace de bufón entre nuestras piernas. Aquí todos somos gigantes, por eso todos somos infelices. Para olvidar, me alejo de los otros y vengo aquí a contemplar, en la soledad, estos animalitos que me restituyen, por un momento, el sentido de mi estatura y de mi diversidad. Pero los insectos no se parecen bastante a los hombres. Le aseguro, señor Gog, que si no nos licencia, los más valerosos se escaparán y los otros se volverán locos.


La profecía del italiano se ha cumplido. En la aldea de los gigantes, después de siete meses, no había quedado más que la sensata Jíquilpan y un alemán testarudo que se había metido en la cabeza casarse con ella.

Diez habían desaparecido, dos o tres cada vez, sin decir nada. Los otros se habían puesto enfermos y tuve que expedirlos, como decía el contrato, a su país de origen. Mi colección se había liquidado. Es el destino de todas las colecciones de seres vivos, incluso de aquellas, esparcidas sobre la Tierra, que se llaman razas o familias.


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Giovanni Papini


3 comentarios:

  1. Albert22.3.11

    Excelente =)
    en cierta medida me recordó la historia de los hermanos Ovitz, pero estos eran unos enanitos que le sirvieron a Mengele para divertirse y experimentar =S

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  2. Súper cuento, me gusto jmucho en verdad y la comparación con las familias uuu!!
    Gracias por recomendar

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  3. Saludos a ambos!, sí, me encantó la forma en que cerró el cuento (o bueno, el capítulo), mejor no pudo, como si nos introdujera a todos en su historia mostrándonos lo absurdo de nuestra trama.

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gruñir